Prueben a googlear la expresión “hablar en público”. El término que más frecuentemente aparece a su lado es “miedo”.
El miedo es la reacción natural que se produce cuando uno enfrenta su pensamiento a un auditorio ajeno. Hay gente que tiene miedo a no saber qué decir, otros a quedarse con la mente en blanco, otros a que el auditorio se encrespe por la divergencia de conceptos y los más a que el público decida castigar al orador con la más absoluta indiferencia.
Los manuales de oratoria dicen, y es verdad, que el miedo a hablar en público desaparece a fuerza de repeticiones. La segunda vez que te diriges a un auditorio puedes estar más nervioso que la primera. Pero esto es imposible que suceda después de haberte enfrentado en diez ocasiones al juicio del público. Es más, para muchas personas las dificultades naturales suponen un aliciente para alcanzar sus objetivos. Cuenta Plinio que Demóstenes, el mayor orador griego, se ejercitaba desde niño en sus discursos poniéndose en la boca un puñado de canicas de piedra. Era su mejor acicate para vencer su tartamudez natural.
La infancia y la adolescencia son las etapas de la vida más propicias para despertar los temores que nos acompañarán durante toda la vida, pero también ofrecen las oportunidades más preciadas para vencer definitivamente algunos miedos, o para no conocerlos nunca. En el famoso cuento de los hermanos Grimm, Juan Sin Miedo es un niño que viaja por el mundo queriendo conocer el miedo. Al final descubre que lo único que teme es su propia sombra, excelente metáfora de que los miedos parten casi siempre de uno mismo.
Acostumbrarse desde niño a los discursos orales a través de la disertación, el monólogo o el teatro es la mejor manera de enfrentar el propio pensamiento al pensamiento ajeno. Se trata de un ejercicio iniciático para conocer la reacción que nuestras palabras ejercen en los otros, el grado de aceptación o de rechazo que aprendemos a captar a través de los gestos del rostro o de los movimientos del cuerpo. Supone enfrentarse desde niño al poder de la palabra que hay que saber utilizar y sobre todo guardar durante toda la vida.
La propuesta de los colegios corazonistas para iniciar y fortalecer la oratoria en sus clases es que todos los alumnos, desde 5º de primaria hasta el término de la escolaridad, hagan cada año al menos 4 discursos orales que vayan desde los 3 hasta los 15 minutos, de acuerdo a la edad y al desarrollo de cada uno. Los discursos orales se programarán en clase de lenguas sin que ello impida que se ejercite la oratoria también en el resto de materias. Serán igualmente bienvenidas en los colegios todas las actividades que promuevan el uso de la palabra: el teatro, los recitales poéticos, los concursos de debate, etc.
Una última cosa. La lengua es una espada afilada. Por eso, cualquier discurso que abandone los caminos de la ética tiene que ser reprobado. Es importante que los alumnos aprendan desde muy niños que la palabra que no va unida al bien, nace renegando de su origen y que, a pesar de que pueda ser alabada por muchos, su destino es acabar en el cajón de las cosas baldías.